Hay un
esfuerzo consciente por parte del neofeminismo para que olvidemos la historia. Debería ser suficiente,
según su punto de vista, el esquema simplista del enfoque de género sobre el
patriarcado, como historia de dominación del hombre sobre la mujer en todas las
épocas y todas las culturas, adornado con esos minúsculos espacios en los que
ésta transcurre de otra manera y que permitirían vislumbrar lo hermoso que
hubiera sido todo si quienes “hubiesen gobernado” hubieran sido las mujeres.
Y no es
que yo pretenda llenar ese vacío en esta entrada, escribo lo anterior como pequeño recordatorio
de una realidad, pero también como introducción a la visión feminista de una
mujer: Esther Tusquets, nacida en 1936 y
que en 2006 ha publicado un libro con el título: Prefiero ser mujer, en el que se recogen artículos de la citada
autora sobre la condición femenina publicados, “sobre todo a finales de la
década de los setenta y principios de los ochenta del siglo pasado.”
Como en
los tiempos que corren cualquier referencia a esas fechas constituye adentrarse
en un terreno mítico en el que el mundo prácticamente no había salido de las tinieblas
originales, traer aunque sea muy extractado el relato de una mujer con esas
características me da la impresión de que puede ser enormemente ilustrativo de,
hasta qué punto basta la distancia de unas décadas para que el relato de una
época se pueda alterar completamente.
Y si
significativo es el título no menos lo es el párrafo en el que explica como se le ocurrió. Dice: “Porque, ¡claro que
a ningún hombre se le iba a ocurrir titular un texto “Por suerte soy un hombre”
o “Prefiero ser un hombre” –salvo como un gesto de provocación-, cuando llevan
milenios ocupando una posición de poder y disfrutando de muchos más privilegios
que nosotras! Equivaldría a proclamar algo tan obvio como “por suerte soy
blanco” o “por suerte soy rico”. Para remachar lo anterior cerrando el párrafo con la siguiente frase: “Aunque no
deja de ser curioso que todas las mujeres a las que he citado este título hayan
respondido unánimes y sin vacilar: “Yo también. A mí me gusta ser mujer”.
Sería
interesante bucear en esa realidad “discriminatoria” con las mujeres pero que a
todas hace exclamar: prefiero ser mujer, y no se me escapa que, honestamente, la
autora declara: “Hablaré, como siempre, del único mundo que conozco –el mundo
del que hablaba en mis artículos y que reflejo en mis novelas-, el de la clase
media acomodada del mundo desarrollado. Del horror, del espanto, que sigue
siendo la vida de las mujeres en la cuatro quintas partes, o en cinco sextas
partes del planeta, no puedo contar nada que no hayan contado mil veces
personas más competentes que yo…” lo que no le impide acabar de este modo: “He de reconocer que a mi nacer mujer no me ha supuesto graves
desventajas.”
Eran
otros tiempos, la dictadura de género y lo políticamente correcto no impedían a
alguien como ella reconocer que la mujer
podía ser celosa o mentirosa, o escribir con cierto tono de sana envidia: “Existe,
pues, una escala de valores muy distinta. En los chicos la belleza es sin duda
un valor positivo, pero no primordial, no tanto al menos como la inteligencia,
la aplicación en los estudios, las buenas notas, los logros deportivos, la
audacia, el valor físico que les lleva a trepar por los árboles o a liarse a
trompadas con los compañeros, e incluso su éxito como rompecorazones.”
Visto
desde la perspectiva de hoy, la benévola mirada de Esther Tusquets hacia los
chicos en los años 70, mirada que pretende el reflejo de un estereotipo
positivo, por contraste con la pasividad femenina, apenas si se mantiene en
alguno de sus elementos, y más bien parecería que a ese relato se le haya dado la vuelta como a un
calcetín. Claro que todavía no se había impuesto esa visión que ha convertido
al mundo en un lugar lleno de violadores y maltratadores dispuestos a hacer de la vida de las mujeres
un infierno.