El
feminismo vive en una permanente juventud. No debe sorprender por tanto que nos
encontremos con un titular como éste: Feminizar la política: ¿en la
igualdad o la diferencia?, con
el que pareciera que se quiere colocar la primera piedra de un edificio que no
se ha empezado a construir. Como si nada hubiese pasado y nada supiésemos de
discriminación positiva, paridad o listas en cremallera, como si no fuera
cierto que como resultado de una de esas listas Eduardo Madina dejó de ser diputado
en las elecciones de diciembre de 2015, como si Susana Díaz no estuviese
gobernando en Andalucía, o resultasen ajenos a la política nombres como los de
Rita Barberá, Rosa Díez, Esperanza Aguirre, Carmen Chacón, Ada Colau o Manuela
Carmena. Un titular como tantos otros del feminismo que pareciera querer
prescindir de la historia y nos situase ante algo desconocido o novedoso.
El
feminismo, hijo como tantas otras cosas de la Ilustración, despegó
definitivamente en la Europa liberal de la mano de John Stuart Mill para girar
muchos grados y pasar a formar parte de los movimientos sociales y políticos
marxistas y libertarios del XIX y el XX
y conseguir su autonomía e independencia con el movimiento sufragista,
para en la década de los 60 del siglo pasado hacerse pasar por una minoría más,
momento del nacimiento del feminismo
radical y posteriormente del de género, y acabar desembocando en las actuales
políticas de paridad y discriminación positiva desarrolladas por los Estados y
las organizaciones supranacionales en las últimas décadas del siglo XX, con
algunos desfases temporales y aspectos singulares según los países. Un
movimiento que ni ha inventado el liberalismo, ni el marxismo, ni el
postmodernismo pero ha sabido sacar de cada una de esas corrientes y sus
momentos históricos lo mejor sin
hipotecar un futuro más pendiente de unos intereses que de la fidelidad a un enfoque
filosófico determinado.
Su
capacidad para la supervivencia y
adaptación al cambiante panorama ideológico de cada momento histórico a
lo largo de estas dos últimos siglos: liberal primero, marxista después,
sufragista más tarde y minoría en los 60, para acabar siendo asumido e
institucionalizado por los Estados, las fuerzas políticas y las organizaciones internacionales, ha sido
prodigiosa y da muestras de una extensión, un vigor y una vigencia realmente
inusitadas por comparación con cualquiera de sus contemporáneos. Eso explica
que nos podamos encontrar tantas corrientes en el feminismo como momentos por
los que ha pasado y así hay un feminismo liberal, y otro marxista, un feminismo
de igualdad y otro de la diferencia, aunque con un carácter residual por
comparación con el hoy predominante: el institucional o de género. Un
movimiento tan atento y pegado a la realidad y las conquistas concretas y
objetivables, como alejado de grandes utopías e ilusiones difícilmente alcanzables,
y que quizá por ello ha resultado ser mucho más eficaz y rentable para el
colectivo que representa que cualquier otro movimiento social de los siglos XIX
y XX.
Un
feminismo empeñado en la intercambiabilidad de los sexos y en la imposición de
una paridad en muchos casos imposible -en otros hay una renuncia nunca
explicada, por ejemplo, los trabajos manuales y de esfuerzo-, tanto como en
pretender que el varón lo domina todo incluidas las leyes del mercado, y así
poder imponer a las mujeres no solo un menor salario también un mayor precio a
los productos femeninos. Incluso de las de la naturaleza como cuando dicen que
la maternidad ha sido una imposición masculina. Un feminismo para el que la
desigualdad en el resultado es aducida como desigualdad de oportunidades. Y en
este caso también con un criterio muy selectivo, por ejemplo, vale para las
carreras técnicas pero no para la jurídicas o sanitarias… Un feminismo con el
que hay que evitar cualquier afirmación
categórica dada su ambivalencia. Y en fin,
un feminismo que como bien se recoge aquí se ha puesto de
espaldas a la ciencia y niega
la naturaleza humana.
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