Con todo esto decía el feminismo que
quería acabar. Hombres y mujeres para ser iguales deberían transitar los mismos
espacios, estar en los mismos lugares, vivir experiencias semejantes, romper el
círculo de lo público y lo privado, de la casa y el exterior a la misma,
homogeneizar las posibilidades de acceso a oficios y ocupaciones, a los
espacios de trabajo y de recreo, al mundo de la familia y el mundo del trabajo.
Y a esta idea de igualdad se apuntaron los partidos de izquierda, sobre todo a
partir del fracaso de otros intentos de una igualdad colectivizada fallidos.
Ahora lo hacen también los de la derecha porque el espacio político a ganar es
el femenino, el masculino parece estár amortizado.
Pero, como la hidra de múltiples cabezas, y con la misma capacidad que
ella las regenera, vemos la reproducción
de ese centro y esa periferia con los mismos protagonistas ocupando los lugares
correspondientes: ellas en el centro y ellos en la periferia. Bien es verdad
que ahora esto sucede luego de que se hubiese presentado ese centro como el
lugar donde se confinaba a las mujeres y se perpetraba la discriminación por
sexo. Después de que la casa y los hijos
se presentasen como la carga con la que la naturaleza y los hombres
habían castigado a las mujeres para evitar su progreso y su realización. Y una
importante diferencia: aunque no faltan intentos de culpar al varón de que las cosas sean así, de
esta vuelta ese intento resultará un
poco más difícil.
En esta sociedad posmoderna el centro
sigue siendo de las madres y las mujeres, al menos, con la misma fuerza que lo
han sido siempre. Tanto que para multitud de niños la figura del padre, incluso
del varón, es un personaje desconocido con el que solo se comienzan a tropezar
de verdad cuando han concluido su infancia. Pero no solo eso, es que las
ocupaciones de las mujeres buscan mantener en exclusiva ese vínculo con los
hijos, con ese centro: guardería, jardín de infancia, escuela… y más allá:
sanidad, derecho de familia, atención sanitaria y cuidados personales, todo lo
relacionado con la comunicación, administraciones y sector servicios, dejando
para el varón las ocupaciones con las máquinas y las cosas, con los espacios
menos poblados por las personas, con los espacios más impersonales de las
instituciones y siempre siendo el sacrificado en la relación con ese centro.
Tanto que su reflejo en las ocupaciones y
profesiones es marcadamente marcado: maestra,
sanitaria, profesional del derecho de familia, psicóloga, periodista o
comunicadora, dependienta, profesional de servicios de cuidado… mientras por el otro lado nos encontramos al profesional
de cualquier oficio: al albañil, el fontanero,
el marinero, al arquitecto, el ingeniero, el informático, el militar, el
bombero… y hasta tiene su reflejo en los
campus universitarios: carreras de letras y de la salud para ellas, técnicas y
de ciencias puras para ellas, físicos por un lado y psicólogas o maestras por
otro. Y por supuesto, el enfoque de género reservado a ellas ya que en ellos ha
de ser obligada una estricta neutralidad.
Y aquí hay que destacar la desaparición del imaginario colectivo de
todos esos millones de trabajadores manuales, de los que si acaso oímos hablar es
en relación con algún suceso desgraciado, pero nada sabemos sobre sus deseos o inquietudes.
Hasta tal punto que hay espacios como la
escuela, la sanidad, la administración pública, los trabajos administrativos,
los servicios de salud y cuidado, grandes franjas de los medios de
comunicación, en los que la presencia
del varón se han convertido en verdaderamente residuales y en las que ya solo
están representados en las cohortes de mayor edad de tal modo que cuando se produzca el relevo
por jubilación su presencia todavía menguará mucho más, sino desaparece. El
proceso de feminización de la administración pública es tan acelerado que
prácticamente todos los puestos de nueva creación están siendo ocupados por
mujeres, sin que a nadie llame a escándalo y sin que la proclamada paridad tan reclamada en tantas otras
ocasiones aparezca ni mencionada. En
este terreno el modelo sueco por comparación con el nuestro sigue estando
situado del lado del Paraíso.
Pero también, son ya demasiados los
espacios en los que la presencia masculina esté concebida como la de una clase
“operaria”. Llama la atención que incluso en los sectores más masculinizados,
los trabajos de oficina y las portavocías las hayan de desempeñar las mujeres,
y así, quien anuncia y comenta a los medios una gran redada para desarticular ésta o aquella organización
criminal deba ser una mujer policía, o
que determinados ámbitos de la comunicación los hayan de ocupar ellas con
exclusividad y en exclusiva, por no mencionar todas esas profesiones y oficios
que las mujeres han renunciado a ocupar sin el menor reproche social y en las
que al parecer no se produce problema porque las ocupen en su práctica
totalidad los varones.
Este sucinto recorrido por la
realidad de los sexos no solo contradice ampliamente los objetivos de igualdad
anunciados por el feminismo de ayer y de hoy, también que esta es la dinámica y
la estrategia que el neofeminismo está imponiendo y apelar en el presente al poder patriarcal para
explicar que esto esté siendo así resulta grotesco. Se hace por tanto necesario
revisar toda la mitología femenina de una pretendida igualdad tan proclamada en
las palabras como negada en los hechos y
decir sin ambages que si el objetivo del feminismo era acabar con los roles y
los estereotipos de “género” el fracaso no puede ser más rotundo y lo que de
una forma más indubitable se nos ofrece es una reproducción de los mismos, en
otra escala, con un centro y una periferia con distintos límites, pero la misma
marca de género.
Pueden contarnos y opinar lo que quieran
pero la realidad de los hechos es que este es el camino que estamos transitando
y en el que el dibujo de la exclusividad se hace cada día más fuerte. Ya pueden
contarnos que la igualdad nos sigue aguardando a la vuelta de la esquina, que
lo cierto es que la delimitación de territorios se hace cada vez más fuerte y
la forma de ocupar los espacios desde el lado femenino parece cada vez menos
reversible, valiéndose eso sí de cuantos recursos han puesto las sociedades a
su servicio a través de las políticas de género y la conversión de la figura
del varón en un personaje del que, como mínimo, conviene tomar precauciones.