Las
cuestiones relacionadas con la igualdad y no discriminación por razón de sexo
no son en absoluto evidentes en sus
manifestaciones más visibles: leyes de género, discriminación positiva, paridad
por ley, impacto de género, etc., pero lo son todavía menos cuando nos damos
cuenta de que hunden sus raíces en lo que podríamos denominar el mandato de la
tribu y las obligaciones que de él se derivan para cada uno de los sexos. La
burbuja en que nos mantiene ensimismados el neofeminismo y su postulado primero
de que las diferencias entre los sexos son de carácter cultural, y deben
terminar desapareciendo, resulta cada día más insostenible y tiene por único
objetivo que miremos el dedo cuando lo que interesa es la Luna.
Porque
dejando a un lado que no se nos explica qué sería eso de un único “género” y
cuáles sus ventajas, lo cierto es que lo
que se constata es que estamos sujetos a un mandato de la especie muy grabado
en nuestra memoria biológica y que, en buena medida, actúa anticipándose al
plano racional y de la consciencia. Y, una cosa parece clara, los sujetos a
proteger fueron y siguen siendo las mujeres y los niños y el sujeto proveedor y
protector el varón y nada hay que nos diga que tal cosa haya cambiado
significativamente o lo vaya a hacer en un futuro más o menos próximo. Ha
cambiado el escenario pero los actores siguen siendo los mismos con ligeras
variaciones en sus papeles.
Porque
si en el plano ideológico y de las ideas el objetivo de igualdad de mujeres y
hombres nace con la Ilustración, para el
salto adelante en el plano de los hechos han sido necesarios determinados
avances sociales y culturales –avances en los que el papel del hombre ha sido
determinante- que solo han sido posibles a partir de la segunda mitad del siglo
pasado para aquellas sociedades del capitalismo avanzado que superada la fase
industrial han desarrollado una economía
con predominio del sector terciario -cuyo exponente más destacado lo
constituyen las sociedades del bienestar europeas-. Y es en estas sociedades
que, acompañando a otros derechos, las mujeres se incorporan al mercado de
trabajo en masa dando la impresión de que con ello la distancia en los roles
masculino y femenino están a un paso de desaparecer.
Pero si
lo miramos más de cerca lo cierto es que la mujer se ha plantado de forma
masiva en terrenos como la sanidad, la escuela, los cuidados a la infancia y la
tercera edad, la tareas administrativas y del comercio, todo ello en el plano
laboral, y se hacen mayoritarias en la Universidad, pero por debajo de todo esto la sutil línea
que separa los campos masculino y femenino permanece intacta y siguen siendo
del hombre determinadas tareas de
protección y como proveedor al tiempo que la mujer pretende arrogarse un papel
privilegiado en todo lo concerniente a la familia y la sexualidad. No solo es
que se empleen en trabajos con características bien diferentes es que, incluso
en el ámbito de la especialización de saberes, se observa una brecha semejante
y si ellas sobresalen en terrenos como la Psicología o el Derecho, la
especialización masculina los conduce a ser mayoritarios en las carreras
técnicas o la ciencia de base.