España es un país infestado de
desigualdades: las hay jurídicas, las hay económicas y las hay territoriales,
unas son de clase y otras de género, y la izquierda ha convivido con ellas y
las ha tolerado –algunas llevan su cuño- durante décadas. Pero es ahora que la
crisis las ha agravado y Piketty las ha puesto de moda, que parece haberlas
descubierto, aunque olvidando su papel en la desigualdad jurídica con pretexto
de la igualdad de género, y las territoriales en las que a lo que ha jugado es
a taparlas. En cuanto a todas las demás su participación tampoco ha sido
pequeña.
Algunos hablan de la dualidad de nuestro
mercado laboral para distinguir la marcada diferencia existente entre quien
tiene un contrato indefinido y quien lo tiene temporal. Esa disparidad sin
embargo esconde otra no menos importante: la que distingue a los trabajadores del sector público de los del sector privado. Es así que en lugar de dos son tres las categorías que
conforman nuestro mercado de trabajo, categorías que encierran derechos laborales y salariales completamente
diferentes, y da lugar a uno de los mercados de empleo más injustos de Europa, que
hace que en una crisis como la actual el ajuste en lugar de vía salarios sea por
la vía de la pérdida de empleo y, de ese modo, hayamos llegado a sobrepasar de
muy largo los cinco millones de parados.
Por abreviar tendríamos una aristocracia laboral
constituida por los trabajadores públicos con sueldos una vez y media más altos
que los privados, garantía casi total de estabilidad y derechos exclusivos; a
continuación vendrían los trabajadores con contrato indefinido con garantía
elevada de no perder el empleo y, finalmente, los trabajadores con contrato
temporal y los parados para los que los derechos laborales y salariales constituirían
una quimera y, sobre quienes se ha descargado
la casi totalidad del peso de la crisis. Este modelo ha estado vigente en
España en las últimas décadas y ni la izquierda ni los sindicatos parecen haber
hecho mucho por combatirlo, más bien al contrario, parece su modelo.
Pero es que, en sintonía con ese mercado
laboral, el mundo de la educación participa igualmente de esa injusta división
tripartita. Según datos de la OCDE, en una clasificación por nivel de estudios,
los españoles de entre 25 y 34 años se repartirían según esta triple clasificación:
un 39% estaría en posesión de título universitario, un 26% tendría estudios secundarios y un 35% carecería de cualquier título (fracaso
escolar). La desigualdad que representa tener estudios superiores frente a
carecer de cualquier título, o estar empleado en el sector público frente a no
tener empleo o tener un contrato temporal, nos colocan ante una de las
sociedades más desiguales no solo de Europa sino de toda la OCDE y el mundo
desarrollado. Desigualdad que no es de ayer, ni de anteayer, sino que ha sido gestada
durante largas décadas.
Ante estas desigualdades la izquierda no
puede pretender que nada tienen que ver con ella, salvo que olvide el tiempo
que ha estado gobernando y en posiciones de mucho poder y, sobre todo, su
incapacidad para detectarlas y atajarlas, circunstancia que aun hoy sigue
siendo lo habitual como lo ha sido en todas las décadas que llevamos de
democracia. Pero, ojo, y esto es tan importante como lo anterior, el panorama
que la realidad laboral y educativa nos muestra pone muy en cuestión el
victimismo feminista de la mujer como la eterna perdedora en esta sociedad
patriarcal cuando se descubre, que tanto en uno como en otro terreno su
posición es más bien privilegiada.
En efecto, de los tres sectores en que
están divididos el mundo laboral y escolar español, la mujer tiene mayor
participación en los más ventajosos: son mayoría en el empleo público y también
son mayoría las que tienen título universitario y, sin embargo, es menor su participación
en los más desventajosos y precarios: el fracaso escolar masculino es mayor que
el femenino, pero también es mayor la presencia de los hombres en los empleos
de mayor riesgo y esfuerzo, así como menor es su capital educativo para competir
en un mercado tan exigente y eso, a pesar de lo mucho que una intensa
propaganda en la que, feminismo e izquierda coinciden, pretenda que el
privilegiado es el varón y la discriminada la mujer.
A la vista de todo lo cual se hace
necesaria una profunda reflexión como sociedad para afrontar los graves
destrozos que la desigualdad -las desigualdades: sin olvidar ninguna- producen,
y la necesidad de un nuevo paradigma mental e ideológico que, poniendo en
entredicho todo lo que hasta el presente la izquierda y el feminismo nos venían
contando, haga un real diagnóstico de la situación y diseñe los mejores
instrumentos para dar cuenta de algo que va mucho más allá de una pretendida
igualdad de género que, lo que en realidad esconde es todo un submundo de
desigualdades en las que el varón se lleva la peor parte.