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19 octubre, 2014

El balance que el neofeminismo no hace


El ideario original del feminismo, como el del socialismo, gozaron históricamente de un enorme poder de seducción no solo para las y los más desfavorecidos. ¡Qué cosa podía haber mejor que superar el enorme lastre histórico que suponían los privilegios de unos pocos ante la gran mayoría de desahuciados! Y ese poder de seducción no se limitaba exclusivamente a quienes más sufrían la desigualdad sino que comprendía a importantes capas ilustradas incluyendo un sector tan importante como el que constituían y constituyen los intelectuales y artistas, esos que poseen la capacidad de expresar con belleza y generosidad nuestros anhelos más íntimos y elevados.

En el fondo dicha convicción suponía creer históricas y por tanto culturales todas esas diferencias, incluidas las derivadas del sexo. La experiencia histórica sin embargo se encargó de demostrar que algo fallaba en esos postulados y que para el caso del socialismo, al menos en su vertiente comunista, de forma rotunda se demostró su error al derivar no solo en nuevas desigualdades y privilegios, sino en la asfixia de los nuevos desheredados que constituían la inmensa mayoría de la sociedad, quienes no solo no participaban de las ventajas materiales del nuevo modelo, sino que vieron reducidos prácticamente a cero sus derechos y libertades. Pero como a lo que ahora me quiero referir es al feminismo a él dedicaré las líneas que siguen.

Aunque ambos movimientos mantuvieron algunos parecidos y concomitancias, la dialéctica de las clases sociales y la de los sexos también guardan profundas diferencias, de tal modo que si el ideal comunista vive sus horas más bajas, para el caso del neofeminismo tal circunstancia no se da y más bien viva sus momentos mejores y más audaces. Para el comunismo el acabar con la clase capitalista era su objetivo principal y la utopía de una sociedad sin clases perfectamente imaginable. En el caso del feminismo una formulación de ese tenor dirigida al hombre no resultaría admisible aunque por algún lado se haya oído.

Y quizá la diferencia sustancial estribe en la capacidad del feminismo para no ir de frente, para no dar la sensación de ir contra el otro, para formular sus deseos no como contraposición sino como ideal que la historia reclama, para exigir del varón que ponga toda su energía en la defensa de sus intereses y propuestas, en conseguir sus objetivos mediante la seducción más que por convicción racional y, eso al tiempo que las acusaciones contra los hombres no han parado de crecer en ningún momento.

No en balde la historia del feminismo debe algunos de sus momentos mejores a la defensa que del mismo han realizado personalidades históricas tan relevantes como John Stuart Mill o Federico Engels pasando por todas las grandes corrientes históricas y movimientos sociales de la Ilustración a esta parte. El feminismo no ha precisado ni de un ideario coherente, ni de un partido político propio, ni de un sindicato de “género”, les ha bastado aprovechar las estructuras existentes en cada momento histórico para desde dentro de los mismos formular sus propuestas y defender sus intereses.

Ni sentirse obligadas en ningún momento a realizar balance de lo conseguido –para el feminismo la lucha por la igualdad siempre está comenzando- y, quizá, considerar que cuando todas las acciones positivas se inclinan hacia uno de los sexos es inevitable que el otro no solo se sienta, sino que realmente resulte discriminado. A nadie parece sorprender que la lucha contra el cáncer consista primera y fundamentalmente en la lucha contra el cáncer de mama, o que cuando se revisan las tarifas de seguros con criterio de género tal como hace la U.E. claramente quienes resulten beneficiadas sean los de ellas, o que la pretensión de ligar la edad de jubilación con la esperanza de vida se haga sin que las pronunciadas diferencias por sexo en este terreno se tengan en cuenta. Como a nadie parece sorprender que el restablecimiento del servicio militar obligatorio en Ucrania lo sea solo para los varones.

Pero más allá de todos esos aspectos con ser significativos, todavía nos encontramos con la intención compartida por todo tipo de organizaciones de presentar a la mujer como el lado bueno de la humanidad: dadora de vida, incapaz para la violencia y nunca totalmente responsable de lo que le acontece, y eso en duro contraste con el lado oscuro de la misma: un varón militarista y guerrero, siempre violento y cuya suerte vital responde a su exclusiva elección. Si la anorexia en la mujer era resultado de la imposición de determinados cánones de belleza, la vigorexia en el varón constituye una manifestación de conducta desviada, si la mujer accede con menos frecuencia a las carreras técnicas es fruto de los estereotipo de género, pero cuando el varón lo hace en menor medida a las de letras o determinadas profesiones lo hace en el ejercicio de su libertad. Si la mujer es un ser profundamente manipulable a través de la publicidad y por tanto debe ser denunciado todo sexismo, el varón debe ser un supermán que fácilmente soporte el nivel de degradación al que determinados anuncios someten a la figura masculina, porque jamás se ha protestado ninguno.

Los hombres –caballerosamente- deben ceder su puesto a la mujer allí donde ella se sienta infrarrepresentada. Ahora bien donde suceda lo contrario particularmente lo relativo a determinadas profesiones o la relación con los hijos, lo correcto parece no solo culparlo por tal actitud sino poner todos los palos en la rueda que posibles sean y, sirva de ejemplo de esto último la ultramontana posición de buena parte del neofeminismo incluidos partidos políticos en lo relativo a la custodia compartida. Si en lugar de ser Pablo Iglesias quien recibiera una palmadita en el culo por parte de una señora, hubiera sido una de sus compañeras por parte de un hombre, a estas horas se estaría hablando mucho más del incidente que de la propia asamblea que Podemos realiza estos días en Vistalegre. Al no ser así: aquí no ha pasado nada y la vida sigue.

En el programa El Hormiguero que dirige Pablo Motos hay una sección protagonizada por niños, presentada siempre con la frase: los niños no mienten, los niños siempre dicen la verdad, sin que sirva para desmentirlo la reiterada experiencia del propio programa de que cuando se sienten acorralados o en situaciones difíciles lo que acaben haciendo es buscar cualquier salida que los proteja incluida la mentira. Pues bien, otro tanto de lo mismo sucede con la pretensión neofeminista, a estas alturas respaldada legalmente, de que las mujeres tampoco lo hacen. Y es sobre este estrafalario presupuesto que no solo se elaboran estadísticas de violencia que luego se trasladan al ámbito legal, periodístico y de la opinión pública, es que su cuestionamiento sitúa a uno más allá de los márgenes de lo políticamente correcto.

Y lo último y más difícil de entender todavía. Como fruto de esa visión angelical y sacralizada de la mujer se decide que el mejor criterio para la delimitación de la enfermedad mental o el alcance de la violencia en la pareja y la familia es el subjetivo, el derivado de la percepción personal y, contra todo pronóstico y evidencia no solo se concluye que la mujer sufre un doble o triple nivel de estrés, sino que se llega a la conclusión de una mayor prevalencia de la enfermedad mental en las mujeres, y todo ello sin perjuicio de que como dice Carmen Leal:

“Pese a que las mujeres poseen una mayor esperanza de vida que los hombres, ponen en marcha mayor número de conductas preventivas, padecen en menor medida enfermedades relacionadas con el consumo de alcohol, tabaco y otras sustancias adictivas, experimentan menor grado de accidentabilidad, la sensación subjetiva percibida por parte de ellas sobre su bienestar, calidad de vida y estado de salud es significativamente peor que la que manifiestan los hombres.”

Como se confeccionan diferentes encuestas sobre violencia o acoso en las que se toma como punto de partida lo que, para el supuesto de que así fuese, solo podría ser conclusión: que el verdugo es él y la víctima ella. Necesitaríamos estudios en profundidad y datos que nos permitieran establecer con total seguridad el diferente trato que, no solo por parte de la justicia, pero también de ella, reciben varones y mujeres, y de como el sesgo cultural profemenino contamina todas cuantas materias se tocan desde los poderes públicos.

Datos de los que a estas alturas no contamos porque no solo la información, también la estadística están siendo muy selectivas en cuanto a los temas que han decidido interesan a la opinión pública. Y así se han convertido en moneda corriente situaciones jurídicas tan curiosas que mientras se niega la posibilidad de que determinada acción responda a un brote psicótico en quien lleva en tratamiento muchos años, se exime de condena la muerte de un neonato en base al síndrome de negación del embarazo, o que casi sin excepción la violencia familiar femenina sea atribuida a trastorno mental mientras la de varón no encuentra más explicación que la pura crueldad y el ansia de dominio.

Y todo ello para concluir que mientras aquello que el feminismo siempre había considerado su objetivo primero: la superación de los roles por sexo, incluso su desaparición, parece absolutamente olvidado porque a lo que en realidad asistimos no es más que a un aggiornamento de los mismos, conservando de ellos sin embargo, su sustancia y significación, sus ventajas e inconvenientes y por supuesto su naturaleza profundamente desigual. El hombre seguirá siendo el principal proveedor y protector tanto en el plano social como en el de cada familia, y la mujer mantendrá una ascendencia sobre la familia y la casa incomparablemente más alta que la del varón, hasta el punto de que en las condiciones actuales y a efectos simbólicos la figura del padre bien podría darse por desaparecida.