Nos acercamos al 8 de marzo y comienzan
a prodigarse los análisis que demostrarían la discriminación de la mujer en
todos los ámbitos de nuestra sociedad por la persistencia inexpugnable del
machismo en todas sus formas. Que si discriminación salarial, que si expulsión
e invisibilización de los medios de comunicación y las nuevas tecnologías, que
si infrarrepresentación política y los centros de decisión económicos y
financieros y un largo etcétera.
Ni una sola autocrítica, ni un solo
balance mínimamente ponderado de un reparto en que el participando dos alguien
tiene que salir perjudicado si yo tomo más de la mitad, ni una sola concesión a
quienes no comparten la visión de género porque solo pueden estar sugiriendo
nuevas formas de dominación, nuevos
micromachismos o neomachismos o cualquier otra cosa que no sea igualdad.
Igualdad, ese término, que a fuerza de
vapuleado no se sabe en qué consiste, porque como todos los términos de que soy
propietaria puedo usarlos a mi antojo incluso para justamente lo contrario de
su significado. Y por supuesto silenciando todo aquello que considero es mío y
solo mío. Obviando que todos los derechos sobre la reproducción me pertenecen:
“nosotras parimos, nosotras decidimos”, “serás padre si yo quiero y cuando quiera”,
y en caso de separación las leyes han de garantizar que tanto la casa como los
hijos son míos en primer lugar.
Como habrá que obviar que más del 80% de
las decisiones de compra las tomo yo, o que el mercado laboral se caracteriza
por una doble dualidad que divide a los trabajadores en fijos y temporales,
pero también en empleos masculinos y
femeninos. Y por supuesto ninguna
referencia ni estadística de las personas sin techo, la siniestralidad laboral
o el suicidio, tampoco de esperanza de vida y cuidados de la salud y del cuerpo.
Por supuesto todo ello visto desde la
óptica de que si las mujeres sufren o lo pasan mal habrá que buscar la
explicación en la sociedad, en los otros, mientras que si quien tiene problemas o lo pasa peor es el
varón algo no habrá hecho bien para
encontrarse en esa situación. La mayoría de edad en el varón se presupone, en
la mujer habrá que estar a cada caso. El principio de no contradicción no rige
para el feminismo.
Y así, la denuncia de que el hombre
habría sido el responsable de la condena de la mujer al cuidado de la casa y
los hijos, hoy se habría transformado en la negativa a la custodia compartida,
en la consideración de que conciliación de vida laboral y familiar sea algo que
solo quepa pensar para ellas, en la denuncia del padre ausente mucho más que en
la promoción de medidas que eviten ese alejamiento, en la negativa a tomar en
consideración un permiso paterno digno de tal nombre, en la práctica expulsión del varón de los
espacios de desarrollo de los infantes y los niños: guarderías, jardines de
infancia, escuela primaria…
Pero también en la apropiación de los
espacios de cuidado, y así las políticas de dependencia se han desarrollado
desde la más absoluta imprevisión e improvisación,
pero con el resultado de que solo generan empleos femeninos (en Finlandia
diversas ramas de la formación profesional se ocupan de formar profesionales de
ambos sexos) y otro tanto de lo mismo cabría decir de todo lo relacionado con
la sanidad. En fin, asistiremos a un despliegue de “estudios” en muchos casos
acompañados de vistosidad estadística, gráficos y referencias en inglés, a veces, para como
dijo en su momento un político de renombre solemnizar lo obvio, pero obviando
lo sustancial, que no se habla de igualdad sino de empoderamiento femenino.
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