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14 agosto, 2015

Sobre censura, expertos y otras hierbas

En esta entrada de Cultura 3.0 se nos recuerda que la censura no es algo exclusivo ni de la Iglesia, ni de otro tiempo sino que está muy presente en el mundo que habitamos y en lugares tan insospechados como la universidad, al tiempo que se hacen votos para que Alice Dreger no se convierta en la próxima víctima. Claro que como Linda S. Gottfredson nos recuerda la libertad académica ni se sostiene por sí sola, ni se puede dar por garantizada aun en un medio tan emblemático como el universitario, ya que es en él donde se producen algunas de sus violaciones.

Lo que unido a lo expresado en la entrada anterior de que despotricar contra los hombres sale gratis me lleva a una llamada de atención y una reflexión un poco más general en el sentido de si no estaremos siendo presa de un particular síndrome de Estocolmo ante todo lo que tiene que ver con el neofeminismo y lo políticamente correcto, que hace que, antes que hablar, prefiramos mantenernos callados incluso ante retrocesos en conquistas históricas como la libertad de expresión, el habeas corpus o la presunción de inocencia.

No de otro modo se puede explicar el silencio que desde la academia y la sociedad se ha impuesto ante hechos tan insólitos como que en muchos países, entre ellos el nuestro, haya caído en desuso el principio constitucional de no discriminación por razón de sexo, o que en otro orden de cosas se admita como un argumento de gran calado que el mercado practica discriminación de género: en un primer momento se decía del mercado laboral, pero ahora también del de bienes de consumo, y por supuesto sin contestación ni por parte de quienes no creen en él, pero tampoco, y esto es más sorprendente, por quienes hacen del mercado la piedra angular de su credo económico.

Como aún en otro terreno completamente alejado de los anteriores, cual es del sexismo en el lenguaje y, a pesar de ser de su autoría palabras tan vigorosas para la defensa de su ideología como machismo o género, con una semántica perfectamente modulable según sus deseos, nos hayan convencido de que en realidad no son más que sus damnificadas. Y mientras tanto el genérico masculino les sirva para, convenientemente utilizado, descargar sobre los varones los males del mundo, y se haya llegado a situaciones tan pintorescas como tener que apellidar como inverso al sexismo cuando está referido a los hombres, o que la publicidad que inferioriza al varón no haya de ser combatida, porque el sexismo y la discriminación solo les pueda afectar a ellas.


Caminamos en la dirección de una “igualdad” sembrada de excepcionalidades y correcciones por motivo de género: en las listas electorales y de partido, en la protección jurídica, en el tratamiento ante la opinión pública, en la familia, la escuela y la empresa que, pretendiendo que se basan en una hipotética posición de superioridad masculina, finalmente lo que generan es separatismo entre los sexos, injusticia y nuevas discriminaciones, justo lo que se decía querer combatir. Todo ello en un clima en el que la emoción aplasta a la razón, los principios ilustrados han sido arrumbados al baúl de los recuerdos y, como si de nuevos chamanes se tratase, todo debiese ser confiado a la opinión de unos pretendidos “expertos”.

   

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